Corriéndose el riesgo de enojar a sus padres, Daidai dibujaba en las páginas restantes de su cuaderno y ahorraba el dinero que le daban de comprar almuerzo para comprar un juego de lápices de doce colores, su propiedad más adorada de la infancia.
Ella estudió diseño gráfico en la universidad y se convirtió en una diseñadora comercial. Pero ella insiste en que el arte se debe hacer por el amor, no por el pago salarial. “Dibujar es un placer, una maravilla”, me dijo.
Daidai quería compartir la felicidad que ella sentía al dibujar en secreto con otros niños privados de ese privilegio al igual que ella.